Cuentos cortos 5

Último acto de fe

Rezonga en el diván. Al final tú le dices que es culpa de sus padres y la liviana mujer endosa el cheque. Vives feliz hasta que te ataca el deseo de poseerla. Extraerle sus entrañas bañadas en almíbar endulzado por sus glóbulos, su jugo. Me acerco a la ventana, ella sigue hablando y creo que los hombres no la han comprendido, que nunca jugó a la cocinita, sus barbies fueron una anécdota del tercer mundo.

Algo me consume por dentro, acaricia mi instinto y, con alevosía, preparo el ataque: sería silencioso y limpio, y luego mi secretaria sacaría la el cadáver, vacía, seca por el contacto fulminante y preciso: combinación de fuerza brutal y elegancia de violinista.

Me dirijo a la ventana dejando que el sonido de mis pasos ataque la habitación – Toc….Toc. Pongo mi mano derecha en el mentón para ocultar la quijada y sentir los dientes punzantes. Placer.

Afuera la gente pulula. Todos son vampiros. Unos elegantes y pomposos con vida de confeti, y otros luchando para no pensar (también tienen derecho a no saber nada), distraídos en las iglesias y los salarios mínimos espirituales bautizando su ira. Otros vendiendo su alma al portador, tienen pintada la pirámide en la frente y las botas puestas para pisar y subir. Están libres de mí aún. Todos vampiros y la mayoría nunca lo sabrá, pero actuarán como ellos, siguiendo su naturaleza absorbente.

La presa se enfría.

(Recuerdo cuántos cayeron ante mi letal sofisma de consulta. Cuantos cure con mentiras y redimí con verdades básicas).

Dejo de escuchar su ronca vos y me percato que Pavlov nunca tuvo un perro. Un sonido de campana se aleja reverberante en el espacio de la oscura habitación con tufo a naftalina veredal.

Siento dos tenazas y una tibieza en el cuello. No túneles, ni luces, sólo un ligero desenfoque mientras me diluyo en mi camino hasta el piso. Horizontales que son verticales derruyéndose.

Ella me abraza en un acto de fé y sus manos me aferran hasta que se apaga la sesión.

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